La radiación solar vuelve a la Antártida al final del invierno en el hemisferio sur después de seis meses a oscuras.
En ese momento, las temperaturas en el interior del continente alcanzan los 80ºC bajo cero por la ausencia de luz, pero también por los vientos que soplan a su alrededor, un flujo continuo de vientos del oeste que rodea y aísla el continente y que evita la mezcla con otras masas de aire menos frías.
Todo ello facilita la formación de nuebes compuestas por cristales de hielo en la estratosfera, a la misma altitud a la que se encuentra la capa de ozono. Estas nubes son la clave y el soporte del proceso destructivo, porque sobre ellas se produce la reacción química en la que las moléculas de ozono, formadas por tres átomos de oxígeno, se combinan con las de cloro y bormuro que aportan los CFC y los halones, lo que causa la destrucción.
El agujero de ozono no se produce en el hemisferio norte porque el Ártico no registra fríos tan intensos al no existir un cinturón de vientos tan potente y aislante como el del hemisferio sur.
Por ello, las nubes estratosféricas son mucho más escasas, aunque las mediciones de los científicos también muestran un debilitamiento de la capa de ozono sobre el hemisferio septentrional.
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